Tres casos, tres asuntos diferentes, una sola conclusión


Caso uno: Los juegos de video han alcanzado un refinamiento audiovisual que atrae irremisiblemente. Con puestas en escenas que sobrepasan largamente la imaginación sobre situaciones reales, fabrican acciones, lugares, personajes, tramas que atrapan al cazador, es decir, al jugador del video juego. Y la más popular de las categorías es la de acción, y con ella la desbordada violencia, las persecuciones, las peleas, los golpes, los disparos de armas de fuego -conocidas e inventadas-, los filos de todo tipo de espadas, cuchillos, armas arrojadizas, hojas de acero ocultas, visibles, brillantes, rápidas. Sangre y muerte.
Claro, es imaginado. Eso no quita que las víctimas yazgan en charcos de color rojo, salpicaduras y reflejos alucinantes. La muerte no parece ser tal. Se juega con ella. Se gana, se abandona, se pierde, se termina la diversión. Pero aunque divertida no deja de ser muerte.

                Caso dos: La anciana respira débilmente, su piel tiene un tono ceniciento. Es una sombra de lo que una vez fuera una persona llena de energía, que irradiaba amor y alegría a su alrededor con aquella risa que repiqueteaba por toda la casa. Hoy, los que la aman van y vienen con un nudo en la garganta, tratando de retener en sus mentes esa presencia que inevitablemente se desliza al más allá, cualquiera que sea.  Muerte.

                Caso tres: Un veterano profeta, en un reino lejano, majestuoso, comparece ante su jefe, el mismísimo rey de Babilonia. Su rostro muestra una paz interior que no es la de un condenado a muerte. El rey, su señor y su amigo, ha sido engañado, y ahora tiene que condenar al profeta a la cueva de los leones. Muerte.

En los tres casos, los sentimientos que produce una vida que se acaba son diferentes: Irrealidad, inminencia, peligro, irremediable verdad.

Bajo su máscara, ella se esconde hasta el último momento, aguarda, sabiendo que nadie escapa de sus garras.

Pero si es tan terrible, ¿por qué la calma del profeta? ¿por qué en el pasado y en el presente hay personas que eligen morir antes de renunciar a su fe? ¿Y por qué otras se angustian tanto, ya sea ante su propio final o el de alguien que aman?

Son dos formas de enfrentar una realidad que late en nuestro interior desde el mismo momento de nuestro nacimiento. Y dentro de lo que para unos es fatalidad: el desenlace de toda vida, hay otros que han descubierto un increíblemente hermoso tesoro que escondido.

Nos aferramos a este cuerpo que decae, gastamos miles de dólares tratando de mantenernos en forma, de minimizar los efectos del tiempo, de permanecer. 

La muerte no es fácil (qué descubrimiento piensas tú), no lo es para el que se muere, tampoco para los que esperan al lado de su cama. Es una batalla espiritual desde un cuerpo arruinado, que gime en un mundo cubierto por la maldad. Y es entendible, queremos permanecer un mes, una semana, un día, unas horas, unos minutos más.

Pero para el que cree, la muerte no es muerte, de ahí la tranquilidad del profeta.

Morir es entrar en la Presencia de Aquel que nos creó. Al fin vamos a conocer al que nos hizo.

Para los que recibieron la salvación a través de Jesucristo, eso desconocido no produce miedo sino paz.  Y es tanto verdad para aquellos que agonizan como para los que presencian su partida.

Leamos este pasaje: “Tampoco, hermanos, queremos que ignoréis acerca de los que duermen. Que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con él a los que durmieron en Jesús” 1 Tesalonisenses 4:13-14

Hemos sido hechos para vivir eternamente. Es por eso que somos conscientes de la muerte, del fin de este envase temporal que es el cuerpo.

Puede que pongamos en tela de juicio el tiempo que se nos permite vivir. Unos mueren niños, otros jóvenes, otros ancianos. Pero si comparamos el lapso de cada vida con la eternidad, en verdad no hace la diferencia. Pasaremos por el  valle de sombra y de muerte, pero no temeremos mal alguno, porque en ese momento, más que nunca, la divina presencia de Dios nos acompañará, como siempre lo ha hecho.

La fuerza necesaria para esos momentos tan reales, y tan aparentes, vistos desde la dimensión de lo eterno, llega cuando nos aferramos a la promesa de vida. Triunfaremos sobre la muerte, y si bien el dolor puede arrancarnos un gemido, nuestro rostro mostrará la paz que sobrepasa todo entendimiento humano, porque no somos nosotros, sino Jesús que nos dice: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”
 “No soy yo, sino Cristo que vive en mí” Gálatas 2:20

Te saluda

Tu hermano en Cristo

Roosevelt Jackson Altez

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